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Gallina Negra

Cuenta una historia de un pequeño pueblo, una joven pareja había tenido a su primer hijo, como era costumbre en ese pueblito todos fueron a donarle algo al recién nacido y a los padres, era un pueblo solidario en que casi todos se conocían, entre los regalos había una gallina negra que había dejado una anciana, que aunque era muy poco sociable se hizo muy amiga de la muchacha cuando supo que estaba embarazada, les comentó que la gallina pondría suficientes huevos para toda una familia, y así fue, la gallina ponía huevos de sobra para comer y vender.
 

 
 
Pero había un problema con el recién nacido, comenzó a perder peso muy rápido y a enfermarse de una fiebre muy fuerte, no sabían que hacer y en el pueblo no había médico que supiera la causa de su mal, por recomendación de un amigo del trabajo el padre del bebé, consultó con un brujo, este hombre al ver el estado del niño dijo que podría ayudarlo, pero para eso tendría que ir a su casa, bajo la condición de que una vez el llegara se le tratara como aún miembro o amigo muy cercado de la familia.
 
Así lo hicieron, el brujo llegó a la casa, lo saludaron amablemente y lo hicieron pasar como a un familiar, una vez dentro, no paraba de mirar para todas partes como buscando algo, salió de la casa y caminó al rededor de ella mientras platicaba con el padre del bebé y disimuladamente regaba sal por todo al rededor, una vez completó un círculo abrió el corral de la gallina la cual intentó escapar dando saltos pero no pudo cruzar el círculo de sal. 
 
Al fin el brujo la tomó del cuello y ante la sorpresa de todos la gallina habló, "Sueltame maldito indio!!" Gritó la gallina con una voz ronca de mujer, el brujo comenzó a llenarle el pico con unas hierbas que hicieron que la gallina se retorciera y poco a poco tomara la forma de una anciana, esta al verse descubierta salió corriendo soltando gritos y maldiciones por todo el monte, el brujo les comentó que era esa bruja la que estaba enfermando al bebé. Después de que la bruja se fue el bebé pudo sanar complemente.
 
 

 

 
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El Ahorcado de Chacarita

Durante el siglo XIX la fiebre amarilla azotó con fuerza a Buenos Aires, por lo que el cementerio La Chacarita comenzó a ser muy solicitado para poder dar cristiana sepultura a las personas que perdían la vida. 

Una joven pareja fue la protagonista del suceso, entre los muertos de la epidemia se encontraba la joven, quien no logró recuperarse y falleció rápidamente. Su novio sumamente triste por el final de su amada, tomó la decisión de quitarse la vida ah0rcánd0se de un árbol ubicado muy cerca del panteón la Chacarita (también conocido como panteón del oeste), fue muy conocida la trágica escena. 


 

Al pasar de los años los lugareños y visitantes, empezaron a reportar la aparición de un cuerpo cadáverico colgado del árbol, en un estado avanzado de putrefacción, con los ojos abiertos y mirada perdida. Algunos han pensado en llamar a la policía, pero al observar nuevamente se dan cuenta que ya no hay nada en las ramas de los árboles.

El espectro aparece únicamente los jueves, día que se quitó la vida, en la calle Jorge Newbery a unos metros del panteón la Chacarita (panteón del oeste). Lo más triste de la historia es el pensar que la pareja ni en el más allá se logró reencontrar y que el alma de aquel triste muchacho sigue en pena repitiendo su trágica muerte.

 


 

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El Puente de los Duendes


Cuando vayas de viaje por México, específicamente al municipio de Tehuacán, estado de Puebla, no olvides pasar por el famoso puente de los duendes. Existe la creencia que existen duendes en este lugar, estos seres mágicos atraen a sus víctimas llevándolos debajo del puente y jamás se les vuelve a ver.

Esta leyenda se ha consolidado con testimonios y cuentos acerca de cómo los duendes comenten sus fechorías e incluso hay personas que aseguran ser testigos de la existencia de estos Una de sus narraciones dice que un hombre logró salir, por lo que gracias a él, se conoce un poco más sobre este mito.

Cuenta la leyenda, que una noche de muy fría, un residente de la zona al salir de una conviven cia, comenzó a sentir mucho frío, así que buscó unos leños para hacer una fogata. La madera se encontraba muy cerca del Puente de los duendes.

El hombre se acercó al lugar y agarró un par de leños. Mientras caminaba de regreso escuchó el fuerte cacareo de una gallina y empezó a seguirla, ya que también tenía hambre. A pesar de que la gallina caminaba a poca velocidad, el hombre fue incapaz de alcanzarla, y ésta lo llevó hasta uno de los extremos del puente.

El hombre, asustado por conocer desde niño la leyenda, decidió cruzar el puente a toda velocidad, esperando pasar sin problema, sin embargo, estando justo a la mitad del camino, sintió que los cimientos del puente se venían abajo.



En ese momento, la gran gallina se transformó en un duende que lo arrastró abajo del puente. El sujeto empezó a rezar, lo que hizo que el duende comenzara a hacer un ruido muy fuerte y se alejara poco a poco.

Después del suceso, el hombre corrió rápidamente hasta perder el conocimiento. Al despertar, pensó que todo había sido una alucinación, sin embargo, su traje estaba cubierto de plumas blancas bañadas en sangre.

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El Callejón del Diablo

Al sur de la Ciudad de México, en la colonia Insurgentes-Mixcoac, se encuentra uno de estos lugares en los que, según cuenta la leyenda, han sucedido ciertos eventos extraños y apariciones.



En este angosto callejón,la gente cuenta que por la noche suelen aparecer sombras sospechosas y se oyen ruidos extraños. Pero lo más escalofriante de todo… dicen que se aparece el mismísimo Satanás para llevarse a quienes anden caminando por ahí y tengan cuentas pendientes que saldar.

La versión más conocida de las diferentes explicaciones e historias que giran alrededor del Callejón del Diablo, cuenta que un hombre escéptico ante los rumores, un buen día se animó a caminar por ahí. No llevaba ni la mitad del callejón recorrido cuando vio una sombra detrás de un árbol, pero eso no lo detuvo y continuó su camino.



Más adelante, la sombra se le acercó y el hombre vio a un ser que se reía histéricamente. Horrorizado, salió corriendo hacia el final del callejón. En su camino apresurado por llegar al final, sintió que el piso por el que caminaba se iba hundiendo y lo iba atrapando poco a poco, impidiéndole llegar a la salida del callejón. 



Cuando por fin logró escapar, le contó a todo mundo lo que había sucedido y que había tenido al diablo cara a cara. Otras versiones de la leyenda cuentan que el diablo se aparece en forma de lechuza o simplemente como una sombra. Sea o no cierto, no les recomiendo a los miedosos andar paseando por ahí a las tres de la mañana.
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El Callejón De Las Manitas

Existe en la ciudad mexicana de San Luis Potosí, cierta callejuela situada en un barrio antiguo del Centro Histórico, a la que apodan como el Callejón de las Manitas. En este lugar strecho y oscuro, muchas personas se han llevado más de un susto. Y no es para menos, con la historia macabra que se esconde detrás de tan pintoresco lugar.
Los hechos se remontan al año de 1780, en los álbores de la época colonial. Por aquel entonces llegó a la capital potosina, un sacerdote que se instaló en una humilde casa cuya ventana daba justamente el callejón. El párroco iba a hacerse cargo de dar clases en una escuela para niños humildes.

Era una persona muy piadosa y que gustaba mucho de ayudar a los demás. No tenía mucho, pero lo poco que ahorraba de sus pagos como profesor, lo empleaba en comprar comida y medicinas para los pobres, o en darles algún gusto a sus estudiantes. Así pues, pronto se volvió muy querido entre los vecinos y los niños que se educaban con él.
Un día, el sacerdote salió de su casa a dar una vuelta. Cuando estaba por oscurecer regresaba a su hogar, pero en el camino se topó con un asaltante que intentó robarlo. Al ver que no traía nada de valor con él, el cobarde ladrón lo apuñaló y el religioso se desangró hasta fallecer.
Todos sus conocidos sufrieron mucho la pérdida.
Las autoridades apresaron al maleante que había asesinado al padre y, obedeciendo a la indignada muchedumbre que se congregó para lincharlo, lo castigaron cortándole las manos. Luego ataron las extremidades mutiladas con una cuerda y las colgaron de la ventana de casa del sacerdote, del lado del callejón. Para que todos recordaran que no había crimen que no consiguiera su merecido.
Pero algo raro sucedía en aquel callejón desde entonces. A veces, la gente oía como tocaban la ventana o la pared. También había quienes juraban haber visto aquellas espantosas manos moviéndose y haciendo señas. Todos tenían terror de pasar por ahí.

Así que los gendarmes descolgaron las manos, pensando que ya había sido suficiente. Más grande fue su sorpresa al darse cuenta de que, al día siguiente, volvían a estar colgadas en el mismo sitio.
Pensaron que algún gracioso les había hecho una jugarreta, aunque lo cierto fue que por más que vigilaron, jamás encontraron a nadie que se metiera al callejón a hacer de las suyas. En cambio, era como si las manos se movieran por voluntad propia, para terror de ellos y de los vecinos.
Finalmente hicieron lo único sensato que ameritaba una situación como aquella: incinerarlas. Y con eso pareció solucionarse el bendito problema.
A pesar de todo, se dice que hoy en día, si uno pasa por el callejón a altas horas de la noche, podrá apreciar la silueta fantasmal de unas manos tenebrosas que cuelgan de la ventana y al fantasma de un hombre vestido con sótana, que dobla la esquina y se pierde en el interior.




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El Vampiro de Belén

La leyenda dice que ya hace muchos años llegó un hombre misterioso a la ciudad de Guadalajara. El hombre vestía de negro y sólo salía por las noches, dicen que desde su llegada a la ciudad empezaron a suceder cosas muy extrañas, empezaron a aparecer animales muertos con una seña muy particular (dos orificios en el cuello) y a todos les habían succionado hasta la última gota de sangre. La gente no le ponía atención, se preguntarán por qué…, bueno, porque pensaron que era un plaga o una infección entre los animales, pero al pasar los días comenzaron a encontrar cadáveres de jóvenes que tenían como hábito estar en la calle hasta la madrugada; lo curioso y lo que les empezó a preocupar era que los que encontraban tenían las mismas características de los animales encontrados antes, lo que ahora sí preocupó a los habitantes de la ciudad.



Se empezó a correr el rumor de que había un vampiro suelto en la ciudad. Las personas temían por sus vidas y las de sus hijos, por lo que un grupo de personas realizó un plan para atrapar a esta criatura de la noche, que se dedicaba a cometer sus bajos actos cerca de la vieja plaza de toros. Este grupo de personas se escondió detrás de un arbusto mientras uno se quedaba en la calle de carnada. Sí dio resultado, el vampiro se le apareció y cuando se disponía a clavarle sus colmillos los demás le arrojaron una red y lo atraparon. Algún gitano les había dicho que para poderlo matar tenía que ser con una estaca hecha de un árbol (no recuerdo el nombre del árbol), pero la estaca era verde, y que debían enterrarlo en un panteón. Lo hicieron, le enterraron la estaca en el corazón y lo llevaron al Panteón de Belén, donde le colocaron una lápida de cemento muy gruesa para asegurarse de que no saliera.



Al día siguiente los ciudadanos fueron a ver la tumba del vampiro y se dieron cuenta que la estaca de un día a otro se transformó en un árbol gigante que para poder salir a la superficie tuvo que romper la tumba. La leyenda dice que cuando el árbol rompa completamente la tumba el vampiro renacerá para aterrorizar nuevamente a los habitantes de la ciudad de Guadalajara


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La leyenda de Casa América

El palacio de Linares, o Casa de América, está custodiado por la diosa Cibeles en pleno corazón de la ciudad. Sin embargo, es uno de los lugares más tenebrosos y oscuros.


El misterio se respira ya desde la entrada, donde la gente aprovecha para cuchichear, con más o menos delicadeza, la leyenda del Palacio de Linare Pero quién fue el Marqués de Linares?
Pues el dichoso se llamaba José de Murga, y, a principios del siglo XIX, tuvo la mala suerte de enamorarse de una mujer cigarrera de Lavapiés con el nombre de Raimunda. Éste se lo dice a su padre, y él, que se huele algo raro con la chiquilla, decide mandar a su hijo a estudiar a Londres para que se le pase «la tontería». 

Pero no se le llegó a pasar, de hecho, su amor hacia Raimunda crecía cada vez más pese a la distancia. Entonces volvió, y se casó con ella pese a que su padre se opuso todo lo que pudo. Algo le olía mal.

José de Murga y su esposa tienen una niña, la pequeña Raimunda y poco después fallece el padre de él. Pasaron los meses, y de repente un día, dentro de un cajón, José se encuentra una carta dirigida a él en donde su padre le contaba sus aventuras amorosas en el barrio de Lavapiés, precisamente con una cigarrera.

Eso significaba que José y Raimunda eran hermanos. La pequeña niña nació fruto del incesto.Enamorados, cuando se enteraron de la locura cometida no quisieron dar vuelta atrás, y acudieron al Papa León XXIII para encontrar una solución para el problema.

La Iglesia siempre tiene una solución a todo, siempre que estés dispuesto a pagarla. En este caso, otorgó una bula papal que les permitió vivir juntos de manera pura y casta.Sin embargo, ya no había marcha atrás. Tenían una hija en común.Sin saber qué hacer, empezaron a pensar que la opinión pública sería demasiado dolorosa, y que nunca llegarían a comprender la situación. No encontraron otro remedio. Sólo podían hacer una cosa:Asesinar a su propia hija. 

Decidieron ahogarla en un pozo cercano y emparedarla.No tardaron mucho en morir los padres, dicen que ella de pena. Él se quitó la vida.Hoy en día, se sigue escuchando la voz de la pequeña llamando a sus padres por la noche, y triste se asoma por la ventana que da a la calle Alcalá agitando las cortinas, y tarareando canciones infantiles de la época.


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La Leyenda de Jolie Hargars

La leyenda de Jolie Hargars es tan macabra como su muerte. En 1890, con sólo 6 años de edad, la pequeña Jolie, nacida en nueva Inglaterra, impactó a sus padres diciendo que era hija de Satán.
 
Nacida en una familia cristiana, la pequeña niña despertaba en la madrugada y se quedaba sonriendo sola en su habitación. Con 12 años, prendió fuego con sus propias manos y dijo que era para cumplir una petición de su maestro. Antes de cumplir los 15 años, sus padres la encontraron sentada y sonriendo en su habitación. Tenía los ojos arrancados por un buitre el cual junto a su lado, se los estaba comiendo.
 
Luego se dio cuenta de que su voz era grave diciendo "volo ire perdones, daemonium. Volo ire perdones, satanae", que quiere decir: "llévame contigo demonio, llévame contigo Satanás" y ahora que has leído aquel conjuro, estarás maldito de por vida y Satanás vendrá por tu alma.
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CUENTO DE TERROR: JANET LA TORCIDA - ROBERT LOUIS STEVENSON



El reverendo Murdoch Soulis fue durante mucho tiempo pastor de la parroquia del páramo de Balweary, en el valle de Dule. Anciano severo y de rostro sombrío para sus feligreses, vivió durante los últimos años de su vida sin familia ni criado ni compañía humana alguna, en la modesta y solitaria casa parroquial situada bajo el Hanging Shazv, un pequeño bosque de sauces. A pesar de lo férreo de sus facciones, sus ojos eran salvajes, asustadizos e inciertos. Y cuando en una amonestación privada se explayaba largamente sobre el futuro del impenitente, parecía que su visión atravesara las tormentas del tiempo hasta los terrores de la eternidad. 
 
Muchos jóvenes que venían a prepararse para la ceremonia de la Primera Comunión quedaban terriblemente afectados por sus palabras. Tenía un sermón sobre los versículos 1 y 8 de Pedro, «El diablo como un león rugiente», para el domingo después de cada diecisiete de agosto, y solía superarse sobre aquel texto, tanto por la naturaleza espantosa del tema como por el terror que infundía su comportamiento en el púlpito. Los niños estaban aterrorizados hasta el punto de sufrir ataques de histeria, y la gente mayor parecía más misteriosa de lo normal y repetía durante todo el día aquellas insinuaciones de las que Hamlet se lamentaba.

La misma casa parroquial, ubicada cerca del río Dule entre árboles gruesos, con el Shazv colgando sobre ella en un lado y, en el otro, numerosos páramos fríos que se elevaban hacia el cielo, había comenzado -ya muy al inicio del ministerio del señor Soulis- a ser evitada en las horas del anochecer por todos aquellos que se valoraban a sí mismos por su prudencia; y los hombres respetables que se sentaban en la taberna de la aldea movían la cabeza a la vez ante la sola idea de acercarse de noche a aquel tenebroso vecindario. 
 
Había un lugar, para ser más concretos, que se evitaba con especial temor. La casa parroquial estaba situada entre la carretera y el río Dule, con un aguilón dando a cada lado; la parte de atrás de la casa daba a la aldea de Balweary, situada a casi media milla de distancia; delante de la casa, un jardín seco rodeado de un seto de espinos ocupaba el terreno entre el río y la carretera. La casa era de dos plantas con dos habitaciones grandes en cada una. La entrada no daba directamente al jardín, sino a un paseo que llevaba a la carretera por un lado y que por el otro quedaba cerrado por los altos sauces y saúcos que bordeaban el arroyo. Era este trecho de la calzada el que gozaba de tan nefasta reputación entre los parroquianos más jóvenes de Balweary. El reverendo paseaba por allí a menudo al anochecer, a veces gimiendo en voz alta por la fuerza de sus oraciones inarticuladas.

Cuando estaba fuera de casa y la puerta cerrada con llave, los escolares más atrevidos se lanzaban -con el corazón latiéndoles a pleno ritmo- a jugar a «seguir al jefe» y cruzar aquel punto legendario. Este ambiente de terror que rodeaba a un hombre de Dios de carácter y ortodoxia intachables era causa de común asombro y tema de curiosidad entre los pocos forasteros que se adentraban, por casualidad o por negocios, hasta aquel desconocido y alejado paraje. Pero mucha de la gente, incluso de la parroquia, ignoraba los acontecimientos que habían marcado el primer año de ministerio del señor Soulis. Incluso entre los que estaban mejor informados, unos no querían decir nada -por ser de naturaleza reservada- y otros temían hablar sobre aquel asunto en particular. De vez en cuando alguno de los mayores, envalentonado por su tercer trago, recordaba el origen de las extrañas miradas y la vida solitaria del reverendo.



Cincuenta años atrás, cuando el señor Soulis llegó por primera vez a Balweary, aún era un hombre joven -un mozo, decía la gente- lleno de sabiduría académica y muy grandilocuente, pero, como era natural en un hombre de su edad, tenía poca experiencia de la vida en lo referente a la religión. Los más jóvenes estaban muy impresionados por su talento y su facilidad de palabra; pero los hombres y las mujeres mayores -preocupados y serios- se conmovieron hasta el punto de rezar por el joven, al que consideraban un iluso, y por la parroquia, que seguramente estaría mal atendida. Era antes de los días de los moderados... malditos sean; pero las cosas malas son como las buenas: ambas vienen poco a poco y en pequeñas cantidades. 
 
Incluso entonces había gente que decía que el Señor había abandonado a los profesores de la universidad a sus propios recursos y que los jóvenes que fueron a estudiar con ellos habrían salido ganando sentados en una turbera, como sus antepasados durante la persecución, con una Biblia bajo el brazo y un espíritu de oración en el corazón. No cabía duda alguna de que el señor Soulis había estado en la universidad demasiado tiempo. Era meticuloso y se preocupaba por muchas cosas, salvo por la más importante. 
 
Tenía una gran cantidad de libros -más de los que se habían visto jamás en todo aquel presbiterio-, y harto trabajo le costó al porteador, porque estuvieron a punto de ahogarse en el Pantano del Diablo, situado entre su destino y Kilmackerlie. Eran libros de teología, sin duda, o así los llamaban. Pero la gente seria era de la opinión de que no hacía falta tantos, sobre todo cuando toda la Palabra de Dios en su conjunto cabría en la punta de una manta escocesa. Además, el reverendo se pasaba la mitad del día y la mitad de la noche sentado, escribiendo nada menos, lo cual era poco decente. Al principio temían que leyera sus sermones; después resultó que estaba escribiendo un libro, lo que con toda seguridad no era conveniente para alguien tan joven y con escasa experiencia.

De todas formas, le convenía conseguir una mujer mayor y decente que cuidara de la casa parroquial y que se encargara de sus espartanas comidas. Le recomendaron a una vieja de mala reputación -Janet M'Clour, la llamaban- y le dejaron obrar por su cuenta hasta que se convenció por sí mismo. Muchos le aconsejaron lo contrario, porque la buena gente de Balweary tenía más que sospechas de Janet. Tiempo atrás había tenido un hijo con un soldado y se había apartado de la sociedad durante casi treinta años. 
 
Los niños la habían visto hablando sola en Key's Loan al atardecer, un lugar y una hora extraños para una mujer temerosa del Señor. Sin embargo, fue un terrateniente quien recomendó a Janet desde un principio y, en aquellos días, el reverendo habría hecho cualquier cosa para complacer al terrateniente. Cuando la gente le comentó que Janet estaba poseída por el demonio, le pareció un rumor sin fundamento; cuando le citaron la Biblia y la bruja de Endor, trató de convencerles enfáticamente de que aquellos días ya no existían y de que el demonio estaba misericordiosamente comedido.

Bien, cuando se supo en la aldea que Janet M'Clour iba a entrar a servir en la casa del párroco la gente se enfadó mucho con ambos. Algunas de aquellas buenas señoras no tenían nada mejor que hacer que reunirse a la puerta de su casa y acusarla de todo lo que sabían de ella, desde el hijo del soldado hasta las dos vacas de John Tamson. Ella no era una mujer muy elocuente; normalmente la gente le dejaba hacer su vida y ella hacía lo mismo, sin intercambiar ni buenas tardes ni buenos días, pero cuando se enfadaba tenía una lengua como para dejar sordo al molinero; cuando empezaba no había un viejo chisme que, aquel día, no hiciera saltar a alguien; no podían decir nada sin que ella les respondiera dos veces. Hasta que, al final, las amas de casa la cogieron, le rasgaron la ropa y la arrastraron desde la aldea hasta las aguas del río Dule, para comprobar si era bruja o no; total, o nadaba o se ahogaba. La vieja gritó tanto que se la oyó en el Hangirí Shaw y luchó como diez. Muchas señoras llevaban cardenales al día siguiente y durante muchos días después; y justo en el momento más violento del altercado, ¡quién apareció sino el nuevo reverendo!



-Mujeres -dijo él, que tenía una voz magnífica-, en nombre de Dios les ordeno que la suelten.

Janet corrió hacia él -estaba realmente aterrorizada-, se le abrazó y le rogó en nombre de Dios que la salvara de las chismosas; ellas, por su parte, le dijeron todo lo que sabían de ella y quizá más de lo que sabían.

-Mujer -le dijo a Janet-, ¿es eso verdad?

-Pongo a Dios por testigo -dijo ella- y como me hizo Dios que no es verdad ni una palabra. Aparte del hijo -dijo ella-, he sido una mujer decente toda mi vida.

-¿Renuncias -dijo el señor Soulis-, en nombre de Dios y ante mí, su indigno pastor, renuncias al diablo y a sus obras?

Bueno, parece ser que cuando preguntó eso ella sonrió de una forma que aterrorizó a quienes la vieron, y oyeron tamborilear los dientes en su boca. Pero no había más que una salida, y Janet levantó la mano y renunció al diablo delante de todos.

-Y ahora -dijo el señor Soulis a las señoras-, vayan a sus casas y pidan perdón a Dios.

Le dio el brazo a Janet, que llevaba encima poco más de una combinación, y la acompañó por la aldea hasta la puerta de su casa como a una gran señora. Los gritos y las risas de Janet eran escandalosos. Aquella noche mucha gente seria alargó sus oraciones más de lo normal; pero al amanecer se difundió tal miedo sobre todo Balweary que los niños se escondieron e incluso los hombres permanecieron en casa y, como mucho, se asomaban a la puerta.

Janet venía bajando por la aldea -ella o alguien que se le parecía, nadie podría decirlo con certeza- con el cuello torcido y la cabeza colgándole a un lado, como un cuerpo que ha sido ahorcado, y una sonrisa en el rostro como la de un cadáver sin enterrar. Poco a poco, se fueron acostumbrando e incluso le preguntaban burlonamente qué le pasaba; pero desde aquel día en adelante no pudo hablar como una mujer cristiana, sino que balbuceaba y castañeaba los dientes como si de unas podaderas se tratara. 
 
Desde aquel día el nombre de Dios jamás volvió a pasar por sus labios. A veces intentaba pronunciarlo, pero no lo conseguía. Los más listos no lo comentaban, pero jamás volvieron a llamar a esa «cosa» por el nombre de Janet M'Clour, pues para ellos la vieja ya estaba en el infierno desde ese día. No obstante, no había nada que detuviera al reverendo, que no hacía otra cosa que sermonear acerca de la crueldad de la gente que le había provocado una apoplejía, y pegaba a los niños que la molestaban. Aquella misma noche la invitó a su casa y permaneció allí a solas con ella bajo el Hanging Shaw.

Bien, el tiempo pasó. Los más indolentes empezaron a pensar menos en aquel negro asunto. El reverendo estaba bien considerado; siempre hacía tarde escribiendo. La gente veía su vela cerca del agua del río Dule después de las doce de la noche. Parecía tan satisfecho de sí mismo y tan arrogante como al principio, aunque cualquiera podía ver que estaba consumiéndose. En cuanto a Janet, ella iba y venía; si antes hablaba poco, lo razonable era que ahora hablara menos. No molestaba a nadie; tenía un aspecto horripilante y nadie discutía con ella sobre el trozo de tierra que se regalaba, según la costumbre, al reverendo de Balweary, además de su paga mensual.



A finales de julio hizo un tiempo tan malo como jamás se había visto por esas tierras; había una calma calurosa, despiadada. El ganado no podía subir a Black Hill a pastar; los niños estaban demasiado cansados para jugar. A la vez, estaba tormentoso, con ráfagas de viento caliente que retumbaban en los valles y escasas lluvias que apenas mojaban la tierra. Todos pensábamos que caería una tormenta por la mañana; pero llegaba la mañana y la siguiente y continuaba el mismo tiempo amenazante, duro para el hombre y las bestias. Por si eso fuera poco, nadie sufría tanto como el señor Soulis. No podía ni dormir ni comer y se lo comentó a sus superiores. Cuando no estaba escribiendo su interminable libro, vagabundeaba por el campo como un hombre obsesionado; otro en su lugar estaría feliz de permanecer fresco dentro de casa.

Encima del Hanging Shaw, en el refugio de Black Hill, hay una parcela de tierra vallada con una puerta de hierro. Al parecer, en los viejos tiempos fue el cementerio de Balweary, consagrado por los papistas antes de que se hiciera la luz bendita sobre el reino. Sea como fuere, era uno de los sitios preferidos del señor Soulis. Allí se sentaba y meditaba sus sermones; realmente era un sitio protegido. Bien; un día, cuando subía la colina de Black Hill por el lado oeste, vio primero dos, luego cuatro y finalmente siete cornejas negras volando en círculos sobre el viejo cementerio.

Volaban bajo, pesadamente, chillándose las unas a las otras. Al señor Soulis le pareció claro que algo las había apartado de su rutina cotidiana. No se asustaba fácilmente; se acercó directamente a las ruinas y qué se encontró allí sino a un hombre, o la apariencia de un hombre, sentado dentro del cementerio sobre una sepultura. Era de una estatura enorme, negro como el infierno, y sus ojos eran singulares. El señor Soulis había oído hablar de hombres negros muchas veces, pero en este había algo extraño que le intimidaba. 
 
Pese al calor que tenía, sintió una sensación de frío hasta el tuétano de los huesos, pero a pesar de todo se lanzó y le preguntó: «Amigo, ¿es usted forastero?» El hombre negro no contestó ni una palabra; se puso de pie y empezó a caminar torpemente hacia la pared del otro lado, pero siempre mirando al reverendo. Este aguantó la mirada hasta que, de pronto, el hombre negro saltó la tapia y corrió al abrigo de los árboles. El señor Soulis, sin saber bien por qué, corrió detrás de él, pero se encontraba muy fatigado después del paseo a causa del tiempo caluroso y poco saludable. Por mucho que corrió, no consiguió más que un vistazo del hombre negro al cruzar el pequeño bosque de abedules, hasta que llegó al pie de la colina; allí le vio otra vez saltando rápidamente sobre las aguas del río Dule en dirección a la casa parroquial.



Al señor Soulis no le complacía mucho que este espantoso vagabundo se tomara tanta libertad con la casa parroquial de Balweary. Corrió más deprisa y, mojándose los zapatos, cruzó el arroyo y se acercó por el camino; pero no había ni sombra del hombre negro por allí. Salió al camino, pero no encontró a nadie. Buscó por todo el jardín, pero no apareció. Al final, y con un poco de miedo, como era natural, levantó el pasador y entró en la casa. Allí se encontró con Janet M'Clour delante de sus ojos, con su cuello torcido y no muy contenta de verle. En ese instante, recordó que cuando la vio por primera vez sintió la misma escalofriante sensación de terror.

-Janet -dijo-, ¿has visto a un hombre negro?

-¡Un hombre negro! -dijo ella- ¡Sálvanos a todos! Usted no se entera, reverendo. No hay ningún hombre negro en todo Balweary.

Pero ella no hablaba claramente, debe entenderse, sino que balbuceaba como un poni con el freno de la brida en la boca.

-Bueno -dijo él-. Janet, si no hay ningún hombre negro yo he hablado con el inquisidor de la Hermandad.

Y se sentó como alguien que tiene fiebre, y los dientes le castañearon en la boca.

-Caray -dijo ella-, debería darle vergüenza, reverendo -dijo dándole un poco de coñac que tenía siempre a mano.

Entonces el señor Soulis entró en su estudio, rodeado de todos sus libros. Era una habitación larga, baja y oscura, mortíferamente fría en invierno y no especialmente seca ni en la época más calurosa del verano, porque la casa está situada cerca del arroyo. Se sentó y pensó en todo lo que le había ocurrido desde su llegada a Balweary; y en su hogar, y en los días en que era un crío y correteaba alegremente por las colinas; y aquel hombre negro corría por su cabeza como el estribillo de una canción. Cuanto más pensaba más lo hacía en el hombre negro. Intentó rezar, pero las palabras no le venían; dicen que intentó escribir en su libro, pero tampoco lo consiguió. Había momentos en los que pensaba que el hombre negro estaba a su lado y un sudor frío le cubría como el agua recién sacada del pozo; en otros momentos, volvía en sí como un bebé recién bautizado y no pensaba en nada.

Como resultado, se fue a la ventana y miró con enfado el agua del río Dule. En la proximidad de la casa los árboles son muy espesos y el agua profunda y negra; allí estaba Janet, lavando la ropa con las enaguas remangadas; estaba de espaldas, y el reverendo, por su parte, apenas sabía lo que miraba. De pronto ella se dio la vuelta y le mostró el rostro. El señor Soulis sintió la misma sensación de terror que había sentido dos veces aquel mismo día y se acordó de lo que decía la gente: que Janet estaba muerta hacía tiempo y lo que veía era un fantasma de barro frío. 
 
Se apartó un poco y la miró detenidamente. Ella pisaba la ropa canturreando para sí misma; ¡caramba!, que Dios nos libre, la suya era una cara espantosa. A veces ella cantaba más fuerte, pero no había hombre ni mujer que pudiera entender la letra de su canción. A veces miraba hacia abajo con la cabeza torcida, pero donde ella miraba no había nada. Una sensación escalofriante recorrió el cuerpo del reverendo; fue un aviso del Cielo. El señor Soulis se culpó a sí mismo por pensar tan mal de una pobre mujer, vieja y afligida, sin amigos salvo él.



Entonó una corta oración por ambos, bebió un poco de agua fresca -porque el corazón le saltaba en el pecho- y, al atardecer, se fue a la cama.

Aquella fue una noche que jamás se olvidará en Balweary, la noche del diecisiete de agosto de 1712. Antes había hecho calor, como he dicho, pero aquella noche hizo más calor que nunca. El sol se puso entre nubes muy extrañas; oscureció como un pozo; ni una estrella ni una gota de aire. Uno no podía verse ni la mano delante de la cara, e incluso los más ancianos se quitaron las sábanas y jadeaban tratando de respirar. Con todo lo que tenía en la cabeza, era muy improbable que el señor Soulis consiguiera dormir mucho.

Daba vueltas en la cama, limpia y fresca cuando se acostó pero que ahora le quemaba hasta los huesos. A ratos dormía y a ratos se despertaba; unas veces oía al reloj dar las horas durante la noche y otras, a un perro aullar en el páramo como si hubiera muerto alguien; a veces le parecía oír fantasmas chismorreando en su oído y otras veía lucecillas en la habitación. Pensó, creyó estar enfermo; y enfermo estaba, pero... poco sospechaba de qué enfermedad.

Al final, se le despejó la cabeza, se sentó al borde de la cama en camisón y volvió a pensar en el hombre negro y en Janet. No sabía bien cómo -quizá por el frío que sentía en los pies-, pero se le ocurrió de repente que había una cierta conexión entre ellos y que uno de los dos o ambos eran fantasmas. Justo en aquel momento, en la habitación de Janet, que estaba al lado de la suya, se oyó un ruido de pisadas como si hubiese algunos hombres luchando, y a continuación, un golpe fuerte. Un remolino de viento se deslizó estrepitosamente por las cuatro esquinas de la casa; después todo volvió a estar silencioso como una tumba.



El señor Soulis no temía ni al hombre ni al diablo. Cogió las yescas y encendió una vela, avanzando tres pasos hacia la puerta de Janet. Estaba cerrada, la abrió de un empujón e inspeccionó la habitación atrevidamente. Era una habitación amplia, tan amplia como la del reverendo, amueblada con muebles grandes, viejos y sólidos, porque no tenía otra cosa. Había una cama de cuatro postes con colgantes viejos, un estupendo armario de roble lleno de libros de teología del reverendo que se habían puesto allí por falta de espacio y unas cuantas prendas de Janet esparcidas aquí y allá por el suelo. Pero el reverendo Soulis no vio a Janet, y tampoco había señal alguna de forcejeo. 
 
Entró -pocos le habrían seguido-, miró a su alrededor y escuchó. Pero no oyó nada, ni dentro de la casa ni en toda la parroquia de Balweary; tampoco se veía nada salvo las grandes sombras que giraban alrededor de la vela. De golpe, el corazón del reverendo latió rápidamente y se quedó paralizado; un viento frío revoloteó por sus cabellos. ¡Qué visión más deprimente para los ojos del pobre hombre! Vio a Janet colgada de un clavo al lado del viejo armario de roble; la cabeza aún reposaba sobre el hombro, tenía los ojos cerrados, la lengua le salía por la boca y los zapatos se encontraban a una altura de dos pies sobre el suelo.



«¡Que Dios nos perdone a todos!», pensó el señor Soulis, « la pobre Janet está muerta.»

Dio un paso hacia el cuerpo y entonces el corazón le saltó de nuevo en el pecho. Qué hechizo haría pensar a un hombre que Janet podía estar colgada de un solo clavo y por un solo hilo de estambre de los que sirven para remendar medias. Era horrible estar solo por la noche con tales prodigios en la oscuridad, pero la fe del reverendo Soulis en el Señor era profunda. Dio la vuelta y salió de aquella habitación cerrando la puerta con llave tras él. Paso a paso, bajó las escaleras pesadamente, como el plomo, y puso la vela sobre la mesa que había al pie de la escalera. No podía rezar, no podía pensar, estaba empapado en un sudor frío y no oía nada salvo el pálpito de su propio corazón. Es posible que permaneciera allí una hora o quizá dos, no se dio cuenta, cuando, de pronto, escuchó una risa, una conmoción extraña arriba. Se oían pasos ir y venir por la habitación donde estaba el cuerpo colgado; entonces la puerta se abrió, aunque él recordaba claramente que la había cerrado con llave. Después sintió pisadas en el rellano y le pareció ver el cuerpo asomado a la barandilla mirando hacia abajo, donde él se encontraba.

Cogió la vela de nuevo (porque no podía prescindir de la luz) y, tan sigilosamente como pudo, salió directamente de la casa y fue hasta la otra punta del sendero. Aún estaba completamente oscuro; la llama de la vela ardía tranquila y transparente como en una habitación cuando la puso sobre la tierra; nada se movía salvo el agua del río Dule, susurrando y murmurando valle abajo, y aquellos atroces pasos que bajaban lentamente por las escaleras dentro de la casa. Él conocía los pasos perfectamente: eran de Janet, y, con cada paso que se le acercaba poco a poco, el frío aumentaba en sus entrañas.

Encomendó su alma al Creador: «Oh, Señor» -dijo-, «dame fuerza para luchar esta noche contra el poder del mal.»

Para entonces los pasos avanzaban por el pasillo hacia la puerta. Podía oír la mano que rozaba la pared con sumo cuidado, como si la «cosa» espantosa palpara el camino. Los sauces se sacudían y gemían al unísono, y un largo susurro del viento atravesó las colinas; la llama de la vela bailaba. Y apareció el cuerpo de Janet «la torcida», con su vestido de lana y su capucha negra, con la cabeza colgando sobre el hombro y una mueca todavía visible en el rostro -viva, se podría decir... muerta, como bien sabía el reverendo Soulis-, en el umbral de la casa.

Es extraño que el alma del hombre dependa tanto de su perecedero cuerpo, pero el reverendo se dio cuenta y su corazón aguantó. Ella no permaneció allí mucho tiempo; empezó a moverse otra vez y se acercó lentamente hacia el señor Soulis, que se encontraba de pie bajo los sauces. Toda la vida corporal de él, toda la fuerza de su espíritu irradiaba en sus ojos. Pareció que ella iba a hablar, pero le faltaron palabras e hizo una señal con la mano izquierda. Hubo un golpe de viento como el siseo de un gato, la vela se apagó, los sauces chillaron como si fueran personas y el señor Soulis supo que, vivo o muerto, aquello era el final.



-¡Bruja, diablo! -gritó-, te ordeno en nombre de Dios que te vayas a la tumba si estás muerta o al Infierno si estás condenada.

Y en aquel instante la mano de Dios, desde el Cielo, fulminó a la «cosa» allí mismo. El cuerpo viejo, muerto y profanado de la mujer bruja, tanto tiempo apartado de la tumba y manipulado por los demonios, ardió como un fuego de azufre y se desmoronó en cenizas sobre el suelo; a continuación empezaron los truenos, más fuertes cada vez, seguidos por el estruendo de la lluvia. El reverendo Soulis saltó por encima del seto del jardín y corrió dando gritos hacia la aldea.

Aquella misma mañana, John Christie vio al Hombre Negro pasar el Gran Mojón cuando daban las seis de la mañana; antes de las ocho pasó por la posada de Knockdoiv; poco después, Sandy M'Llellan le vio cruzando los oteros de Kilmackerlie rápidamente. No hay ninguna duda de que él fue quien ocupó el cuerpo de Janet durante tanto tiempo; pero, por fin, se había marchado. Desde entonces, el diablo jamás ha vuelto a molestarnos en Balweary.

Sin embargo, fue un penoso honor para el reverendo; permaneció delirando en la cama durante mucho tiempo. Desde aquel día hasta hoy, no ha vuelto a ser el mismo.

FIN

"Janet Thrawn", 

The Merry Men and Other Tales and Fables, 1887




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Cuento de Terror: Las Siete Cruces

Las siete cruces 

Esta historia verídica, paso en una estancia de un pueblo de Santa Fe República Argentina, el 6 de abril de 1886 Aparece una familia degollada padre madre tres hijos de las cuales la mas pequeña tenía 6 días y 2 empleados.

Sus cuerpos masacrados fueron encontrados por unos peones emigrantes que pasaban buscando trabajo ,uno de los cuales le saca el valioso anillo que tenía la mujer fallecida en su mano, y siguen su camino, luego se hace presente en el lugar el hermano del difunto y hace la denuncia y fueron encarcelados los peones emigrantes, el hermano del difunto hace 7 cruces de hierro y una capilla que aún está en la estancia conocida como la 7 cruces.

El hermano siempre iba en un ferrocarril, el único transporte de la época y rezaba frente la capilla donde dicen que ahí puso las armas con las cuales fueron asesinada su familia, y un vecino siempre le gritaba que haces rezando si vos los asesinaste, ,pasan los años y Félix, que asi se llamaba el hermano  del asesinado, se enferma gravemente y en su lecho de muerte pide hablar con un sacerdote, el cual concurre con un policía vestido de sacerdote y ahí el confiesa que el fue el autor de la muerte de su hermano y su familia y los criados y que lo hizo por codicia para heredar todos los bienes de su hermano cómo único heredero.

Luego murió, cuándo fueron a liberar a quienes estaban pagando por un crimen que no cometieron, ellos ya no quisieron salir de la prisión porque ya habían perdido su vida , cuándo uno pasa por el camino donde está la capilla de las 7 cruces se siente una energía muy extraña.


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Cuento de Terror: Sacrificio Inesperado



Sacrificio Inesperado

Mi esposo Esteban y yo estábamos teniendo muchos problemas y estábamos al borde de la separación. Empezamos a vivir separados y esto destrozó a nuestra pequeña Vanessa.

Vane sólo tenía 13 años y se echaba la culpa de nuestra separación, últimamente pasaba mucho tiempo sola y encerrada.

 Me preocupaba mi pequeña pero también mi matrimonio; cuando Estaban dijo que se hartó de nuestro matrimonio caí en una profunda depresión. Todo me daba igual al cabo de 4 semanas empecé a notar a mi hija más deprimida que yo. Traté de animarla pero nada que podía.

Luego de un fin con su papá regresó a casa y yo fui a comprar algo para cenar. Lo que vi al llegar nunca lo voy a olvidar, mi hija, mi pequeñita estaba como un péndulo en la sala de nuestra casa, no podía entender como una niña pudo ahorcarse. 

 Hace 11 mi Vane murió, su padre ha estado conmigo todo el tiempo, su amante, quien fue la razón de nuestra separación murió misteriosamente en su casa y Esteban sólo se aferró a mi como nunca. Hoy esperamos un bebé. Unas semanas después de lo sucedido encontré una carta de Vane que decía: 

- Mami me cansé de verte sufrir, cuando yo lloraba en mi cuarto una especie de sombra negra me consolaba y me ofreció un trato, sólo tenía que darle mi alma por un tiempo que el se encargaría de juntarlos y que luego yo volvería a ustedes, mami nunca me había sentido tan acompañada, todo gracias a esta sombra con manos frías. Volveré, espérame-

 Ahora cada vez que digo Vanessa algo en mi vientre se mueve. Hoy me hice la ecografía y tendré gemelas, me pregunto a quien mas nos traerá Vanessa con ella solo queda esperar el gran día...
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La Niña que Rezaba por el Diablo

Hace ya mucho tiempo, en la comunidad de Rincón de Romos Aguascalientes, vivía Alondra, una pequeña niña inocente y sin malicia alguna, que era observada con sorpresa y creciente preocupación por sus padres, quienes estaban asombrados y escandalizados por las oraciones nocturnas de la pequeña, al grado de llamar al sacerdote del pueblo, quien pensaba que los padres exageraban su protección y preocupación por la pequeña.

Le invitaron pues a cenar y a observar detenidamente el comportamiento de la chiquilla, la cual no era sino un verdadero ángel a los ojos del clérigo, después de la cena la dulce Alondra se despidió y dirigió a su habitación, así pues los preocupados padres pidieron al clérigo acompañarlos, la oración comenzó normal como algo así:

....".Y cuida a mi mami, a mi papi, a mi abuela y mis hermanos, ah, y por favor cuida mucho de Lucifer, pues nadie pide por él, yo lo hago en su lugar, amén".



El padre se horrorizó ante semejantes palabras, pero a pesar de todo, la conducta de la niña era intachable así que el clérigo solo ordeno el vigilar de cerca a la pequeña.



Y el tiempo paso pero lamentablemente las condiciones en las que la pequeña y su familia vivían no eran del todo "Optimas" con frecuencia caían en enfermedades y hambrunas, sin embargo, esto no era motivo para que la pequeña Alondra dejase de rezar por el diablo, "Y cuida de mi mami, mi papi, mi abuela y mis hermanos, ah, y por favor también cuida mucho de Lucifer, pues nadie pide por el, y yo lo haré en su lugar, amén" y así lo decía cada noche.

Un fatídico día de invierno mientras los padres de la pequeña salieron en busca de alimento para ella y sus hermanos la bebé sufrió un lamentable accidente y murió.

La familia era tan humilde que no podían dar sepultura a su bebita y lloraban su miseria, cuando de la nada arribó a la humilde vivienda el mas majestuoso cortejo fúnebre que nunca se había visto en ese lugar u otra parte del mundo, rosas, coronas, una carroza elegantísima jalada por seis percherones negros y al frente del cortejo, un hermoso joven de piel blanca como la nieve, cabello negro y sedoso ataviado finamente en un traje de gran gala negro, tanta belleza cautivaba, pero lo que más impactaba eran sus ojos, rojos como la sangre, como carbón encendido, pero hermosos y cautivadores, bañados en lágrimas que ocultaban la verdadera fiereza de su dueño.

Inició la misa de cuerpo presente, la iglesia estaba a tope y el joven en primera fila seguía llorando sin mirar a nadie sino la pequeña cajita blanca de finísimo alabastro que contenía aquel angelical cuerpo.

Los padres de la niña no se animaban a agradecer o cuestionar a su distinguido benefactor, quien cabizbajo seguía ahí en un solemne y silencioso llanto que desgarraba el alma del más valiente.
Finalmente el cortejo partió al cementerio en donde los padres, hermanos y familiares de la pequeña tan solo pudieron contemplar el sepulcro más majestuoso jamás visto, al ingresar el pequeño féretro a su nido de descanso eterno aquél joven estalló en un llanto que dobló a mas de uno, los padres no sabían que hacer.

Cómo aquella persona desconocida podía haber amado y sentido tanto la muerte de la niña? 

Y como si hubiera leído sus mentes, volvió su fiera pero enternecedora mirada y con pena y dulzura infinita dijo: "Por miles de años el mundo ha buscado la manera de tacharme de lo peor, desde tentador, ladrón, traidor, enemigo, hasta lo más ofensivo y blasfemo, pero ella, ella con su dulzura, su inocencia, su amor infinito, todas las noches sin falta y a pesar de que era castigada por hacerlo nunca dejó de orar y pedir por mi, ni una sola noche".

Los padres pensaron que se trataba de un maestro de la bebé y le preguntaron pues por su nombre. El joven se alejó y dio la vuelta diciendo: Debes recordar el final de las oraciones de tu propia hija:" Y bendice a Lucifer porque nadie pide por el así que yo pido por todos."

Dicho esto el joven desapareció.

Cada 24 de enero la majestuosa tumba es adornada de rosas rojas de exquisita belleza y se ve al joven llorar al pie de la cripta...


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